lunes, 24 de octubre de 2011

Esclavos de la clepsidra

Allen del siglo V a.C. los hombres de Atenas eran lanzados a las fauces de un animal mitológico y despótico que les devoraba conforme pasaba el tiempo, eran así, desmembrados parte a parte, comidos y digeridos en un lento estofado que iba, muy lentamente, cociéndose al ritmo de unas gotas que salpicaban el agua de un cuenco. Ese sonido debía ser brutal, pues, a parte de las palabras del orador en sí, el único ruido que escuchaba aquél que pretendía persuadir a los ciudadanos era el sonido del discurrir de las gotas hacia el inexorable fin del tiempo marcado por este monstruo de leyenda del que hoy todos somos esclavos. La clepsidra.

Las clepsidras no se presentan siempre en forma de relojes, aunque hay que decir que muchas veces sí ¿Quién no ha visto volar a la gente tirada por un empujón de muñeca? Sin embargo estas voraces bestias se presentan en todos los tipos y formas imaginables, incluso allí donde no esperas encontrar una la encuentras, agazapada entre las ideas, rondando la cabeza desprevenida o simplemente, cumpliendo su función más cotidiana. La clepsidra acecha y no desperdicia oportunidad de saltar sobre su víctima y arrancarle parte a parte todo aquello que es suyo.

Y es así, es así siempre, pues hay quien tiene su clepsidra encerrada en el armario y por donde difumina toda su realidad en la ropa que se pone. Hay otros que, sin embargo, llevan su clepsidra en el bolsillo, camuflada de simple teléfono. Los hay aún peores, locos, cuya clepsidra se oculta tras el vidrio del espejo. Hay clepsidras en el amor, en el odio, en el orgullo y la ira, en el sexo y en la fe, clepsidras aquí y allá, en todo lo que es obsesión, en todo lo que es realidad.

Hay una ahora debajo de la cama con forma de zapatos y otra tendida en el estante, reposando, como un libro que te mira inocente y te dice: léeme. Las hay variopintas, como la clepsidra del coche o la clepsidra de los perfumes. Las hay muy serias, como clepsidras de traje, aquellos fetiches rupestres que son simples trapos, o muy alegres, quizás demasiado, como la droga, el alcohol, el vicio y el tabaco.

Clepsidra es todo, es todo lo ominoso y lo frugal, todo aquello que llena nuestro hoy y nubla nuestro mañana. Aquello que empaña la razón es clepsidra, así, los partidos políticos, hoy como entonces siguen siendo esclavos de esa clepsidra del ágora que les hace arrodillarse donde otros no les hacen nada.

No obstante hay un sitio donde escapar de tanto reloj de agua, allí donde no alcanzan sus tentáculos de líquido elemento y el sonido de sus gotas queda simplemente lejos, como un leve murmullo que recuerda que aún, fuera de ese lugar, nos esperan sin duda. Ese lugar del que hablo, allí donde dos y dos son cuatro y no pueden no serlo, allí donde no hay atenienses, persas, gallegos, andaluces o extremeños. Allí donde se habla en un sentido y los demás te comprenden, el sitio de las cosas absolutas y reales, en ese lugar no caben las clepsidras. Y si hay alguien que la ha metido allí, ha de haber sido a la fuerza, en forma de dios, con altar incorporado, o de idea política o disfrazada quizás de amor desesperado.

Ese lugar del que hablo, quizás no os interese a muchos, es un lugar vacío y terriblemente lleno al mismo tiempo. Se llama de muchas formas, pero yo lo nombraré solo de dos pues he de llamarlo Libertad y he de llamarlo Razón.

1 comentario:

Anónimo dijo...

mu bonico si